Educación superior en América Latina y Caribe, presente y futuro
Hoy celebramos los treinta años de nuestra revista, una verdadera fénix que a veces se recoge pero siempre resurge con más fuerza. Así la hicimos renacer en nuestro periodo en el IESALC y se encuentra hoy consolidada, aportando estratégicamente a la reflexión y al debate sobre educación superior en América Latina y el Caribe (ALC) y en el mundo. Más que nunca, con la disrupción provocada por la pandemia, por los desafíos de la revolución 4.0, por la entrada de nuevos actores en la educación superior en el mundo y por los retos específicos de nuestra región, la reflexión propositiva es necesaria, así como la articulación regional para enfrentar problemas comunes. El papel del IESALC es fundamental y quiero reconocer el trabajo que viene desarrollando la actual gestión.
Hoy me toca hablar sobre el futuro de la educación superior en América Latina y el Caribe. Podría empezar por un diagnóstico, pero de esto ya estamos todos cansados. No porque no sea importante, sino porque ya tenemos suficientes, como aquellos elaborados y permanentemente actualizados por el IESALC, por las tres CRES realizadas en la región y los varios diagnósticos sectoriales y nacionales. Por eso, quiero pasar a destacar algunos puntos que me parecen relevantes y que me generan angustia constante.
Una pregunta me viene acompañando a lo largo de los años: si sabemos qué hacer para superar las asimetrías educativas en nuestros países y entre ellos, así como entre ALC y otras regiones del mundo, ¿por qué no se implementan, con continuidad, las políticas públicas necesarias y pertinentes?
Me voy a atrever a presentar una respuesta preliminar. Hago referencia a los que considero los cuatro cánceres que, en mi opinión, generan disrupciones e instabilidad en nuestros países e impiden que la educación superior se transforme en políticas de estado verdaderamente republicanas.
En primer lugar, el interés nefasto de las élites, a las cuales les conviene la concentración de privilegios y por lo tanto tratan de frenar la incidencia transformadora de la educación, la ciencia y la tecnología en la sociedad, lo que explica los ataques constantes a las instituciones de educación superior pública y la apuesta por la privatización. El segundo factor es la corrupción, que corroe los recursos y genera una crisis ética y moral permanente. El tercero es el corporativismo en el ámbito interno de las instituciones, que tiene una dimensión legítima, pero no siempre defiende los cambios necesarios para resignificar la educación superior en nuestra sociedad, incluso en la gobernanza de las instituciones. Y, finalmente, la discontinuidad en las políticas públicas de educación, ciencia, tecnología e innovación, de forma que con cada gobierno de turno hay impactos que no garantizan marcos normativos y recursos estables.
Otro punto relevante, quizás minimizado por la pandemia, es el hecho de que nuestras sociedades no comprenden el papel estratégico de la educación superior y de la ciencia, la tecnología y la innovación. Empresarios de la región, en su mayoría, prefieren importar tecnología antes que aliarse a nuestras instituciones productoras de conocimiento para promover la investigación y el desarrollo, o P&D, como se dice en portugués. Muchos de los gobiernos de la región adhieren a la visión del Banco Mundial sobre educación, que establece para los países desarrollados el papel de producir y exportar educación superior y para los países en desarrollo el rol de consumidores, de forma que deben concentrarse en financiar la educación básica. Sin negar la importancia de enfocarnos en la educación básica, este no puede ser el aspecto exclusivo de preocupación, porque se comprometería nuestra soberanía en la sociedad del conocimiento y se agravaría nuestra dependencia, como lo ha demostrado la pandemia. Aunque podamos contar con un cuerpo de científicos e intelectuales altamente calificados y comprometidos, nuestros parques industriales son precarios y están desactualizados, la relación universidad-empresa no está consolidada, los recursos son insuficientes e instables, falta apoyo a la formación de cuadros y a su inserción en los sistemas de producción. Todo eso dificulta la transferencia de conocimiento para la promoción de la innovación y resulta en fuga de cerebros.
Adicionalmente, por más irónico que parezca, ALC es una región desarticulada. Hemos promovido tres conferencias regionales y somos la única región que ha realizado una Conferencia Regional de Educación Superior antes de la próxima Conferencia Mundial. Pero nuestras acciones, como países y como Instituciones de Educación Superior, son fragmentadas y no nos mostramos a las otras regiones como un bloque que defienda intereses comunes. ¡Ni en la pandemia del nuevo coronavirus hemos sabido enfrentar juntos a esa enfermedad que no reconoce fronteras nacionales! Claro que hay iniciativas puntuales, pero hace falta que implementemos una articulación internacional regionalizada y solidaria que optimice nuestros recursos nacionales de forma integrada y estratégica.
Por todo eso, quiero discutir los retos que enfrentamos en educación superior en la región y que nos deben llevar a repensar estrategias de acción para el futuro para, como expresa el nombre de nuestra revista, impactar y transformar la sociedad desde la educación, en particular, de la superior.
El primer reto es respecto a lo que me parece es la principal tensión a la que se enfrenta la educación superior en ALC. Reconocemos que estamos de cara a las transformaciones tecnológicas más impactantes y disruptivas en la historia humana: la Revolución 4.0, con la combinación de la robótica, big data, biotecnología y nuevos materiales, entre otros avances. Todo eso impacta la educación superior y requiere una nueva visión de las habilidades exigidas por el siglo XXI, que requiere la utilización de nuevas metodologías educativas fuera de nuestra zona de confort. Considerando las brechas digitales, que hay que superar con urgencia, se necesita un nuevo rol para el docente, así como para el estudiante. Este último debe ser incentivado a asumir su proceso de aprendizaje y su destino para desarrollar su creatividad, espíritu crítico, liderazgo, acción emprendedora y capacidad de enfrentar problemas e incertidumbres. O sea, su autonomía, fin último de la educación, que es posible cuando se aprende a aprender y a desaprender para aprender a lo largo de la vida. En ese proceso, el docente es un mentor, un mapa de ruta, una brújula para apoyar el estudiante. No podemos dejar de buscar el desarrollo de las llamadas soft skills y hay que discutir su impacto en los currículos y modelos de evaluación.
Pero quiero destacar otra dimensión: ¿cómo construir ese sofisticado edificio ya que, como región, no tenemos bases sólidas y no hemos superado los problemas estructurantes como analfabetismo, cobertura, retención, deserción, calidad e inclusión? En la educación superior, es nuestra responsabilidad erradicar el analfabetismo total y funcional, incluso cultivado en nuestras redes, donde se puede llegan a presentar el 80% de estudiantes sin competencias de lectura, escritura o matemáticas después de más de tres años de permanencia en la escuela. Sabemos que la crisis se ha agravado por la pandemia en cuanto a falta de acceso a actividades remotas, como el reciente estudio de IESALC lo ha evidenciado.
Hablamos de equidad e inclusión, pero estamos lejos de alcanzarlas. Sin duda tenemos que desarrollar las soft skills, pero sin dejar a nadie atrás. Nuestro mayor desafío es lograrlo y al mismo tiempo superar las brechas estructurales y estructurantes de la educación, teniendo siempre en cuenta la formación intercultural y el diálogo de saberes.
Es obvio que las instituciones de educación superior no tienen poder para establecer las políticas públicas. Pero debemos tratar de incidir en ellas. Si, como países y región, no lo resolvemos, las brechas entre nosotros y los países desarrollados se van a profundizar, como ya está ocurriendo de forma contundente durante la pandemia. La educación de calidad será cada vez menos incluyente y por lo tanto dejará de tener calidad, dejará de ser el bien público social y derecho universal que tiene que ser. ¡No hay como hablar de calidad sin que sea para todas y todos! Sin inclusión, hablamos de privilegio y no de calidad. n otras palabras, los dos extremos tienen que estar en la agenda de la educación superior en ALC. ¡Hay que cambiar las ruedas del avión mientras está en vuelo y hay que acelerar la velocidad!
Otra cuestión extremamente estratégica para nuestra región es el alargamiento del concepto de extensión, que muchas veces se entiende exclusivamente como una acción de impacto social o cultural o como una prestación de servicios. La extensión debe incluir la dimensión de la transferencia de conocimiento para promover la innovación. Para que esa ocurra, tres pilares son necesarios: las instituciones que producen y transfieren el conocimiento; el gobierno, que actúa o debe actuar como facilitador, y el sistema de producción, en el cual ocurre la innovación. Es importante resaltar que la innovación no se da solamente en empresas, sino también en los gobiernos (en los procesos de gestión, por ejemplo) y en toda la sociedad, ya que incluye tecnologías educativas y sociales. La innovación es el engranaje propulsor del desarrollo y siempre debe tener en cuenta el beneficio social y el impacto ambiental.
En el caso de nuestras instituciones de educación superior, la posibilidad de promover la innovación exige cambios en las estructuras, normas y culturas institucionales para hacerlo sin que se comprometan la identidad de la universidad y sus otras misiones, que son la formación, la investigación en todas las áreas de conocimiento y la extensión de impacto social y cultural. Se trata de una expansión de la misión, no de un cambio. De la misma manera que la universidad no es una fábrica de diplomados, tampoco se puede reducir a una prestadora de servicios dirigida por los mercados.
La misión de la educación superior tiene objetivos a largo plazo, como, por medio de la investigación, responder a preguntas todavía no formuladas. Es igualmente su misión formar ciudadanos plenos, con valores basados en un humanismo universal y respetuoso de la diversidad, la empatía, la solidaridad, los derechos fundamentales y medio ambiente. Así como la educación es un bien público social, o sea, es de todas y todos, también el conocimiento es un bien público que debe beneficiar a toda la humanidad.
Un tercer punto en la dirección del futuro de la educación superior en ALC debe ser la cooperación solidaria. Ya trabajamos articuladamente entre instituciones, pero hay que hacerlo más, no de manera puntual, sino sistemática y estratégica. Como región, debemos establecer metas conjuntas de carácter estratégico y construir programas que nos permitan alcanzarlas. Posgrados conjuntos, movilidad de docentes, directivos, estudiantes y personal técnico y administrativo, redes de investigación, publicaciones de impacto regional como educación superior y sociedad y otras. Hay que promover esas acciones en el ámbito de una planificación conjunta, con horizontes a mediano y largo plazo. Las preguntas que debemos tratar de contestar en la implementación de dichas acciones son: ¿Qué universidad queremos ser en el futuro? ¿Qué sociedad queremos construir? ¿Qué mundo queremos para las futuras generaciones? ¿Y cómo debe la educación superior contribuir para hacer ese mundo posible?
En los últimos tiempos he escuchado de varios colegas que la universidad tradicional está condenada a desaparecer. Nuevos actores han surgido, como los gigantes tecnológicos, y la educación virtual y a distancia se expande. Proponen entonces que la universidad se transforme radicalmente, hasta el punto en que puede llegar a destruirse, creo yo, al dejar de ser lo que es.
Yo no comparto de esa visión, que considero apocalíptica y quizás oportunista. Creo que la universidad presencial, como lugar de convivencia física y espacial, no dejará de existir, porque es necesaria para la sociedad y el desarrollo humano. Es lugar de escucha y aprendizaje de diálogo, de tolerancia y de valores esenciales para la sobrevivencia de la humanidad. Pero sí, debe resignificar su misión, mantenerla en total sintonía con el presente y abierta al futuro, alargando su incidencia como lo ha hecho durante toda su historia ya casi milenaria, al pasar de ser una institución exclusivamente de formación para incluir la investigación, posteriormente la extensión y ahora la innovación. Ser emprendedora e innovadora es lo que ha garantizado su permanencia por casi mil años. Hay que avanzar siempre y eso es parte de la naturaleza de la Universidad, aunque a veces los cambios se den más lentamente de lo que necesitamos.
La universidad, a lo largo de su historia, se basa en la creencia de que la búsqueda del conocimiento y el uso libre de la razón son las mejores bases para la edificación de la sociedad humana. Por eso la universidad busca preservar el conocimiento acumulado por la humanidad y esa creencia es la base de su intervención en el presente y de la aceptación de los interrogantes del futuro. Si desplazáramos la experiencia de la universidad – la búsqueda siempre histórica de más conocimiento– del lugar central por ella ocupado y entronizáramos otras instituciones, credos religiosos, partidos políticos, corporaciones nacionales o multinacionales, otro sería nuestro rumbo civilizatorio. La universidad forma, no solo informa. Esa es la diferencia entre ella y los otros actores de educación superior que aparecieron en el escenario. La universidad educa y debe siempre formar una ciudadanía plena, con visión mundial y compromiso local. Ese es el camino para enfrentar el obscurantismo, la intolerancia y la violencia. La universidad es una fuerza civilizatoria y la razón que ella defiende es lo que hace legítima la creencia de que hombres y mujeres podemos aspirar a construir nuestro destino de forma autónoma como individuos y como sociedades. El saber diverso y fecundo que acogemos y desarrollamos en la universidad, al formar personas, fortalecer valores y producir conocimiento es esencialmente un proceso de humanización indispensable en la lucha siempre renovada en contra de la miseria económica y cultural. Por eso, no anteveo el fin de la universidad, sino su renovación, para enfrentar el mayor desafío: una educación calificada, relevante, inclusiva y socialmente referenciada para todas y todos.
Para finalizar, voy a recurrir a parafrasear a San Agustín para expresar mi profunda creencia de que la universidad es nuestro pasaporte al futuro. Dice él que el tiempo es único y que no hay pasado, presente ni futuro. El único tiempo es el presente: el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas presentes y el presente de las cosas futuras, Quizás podamos hablar, mediante San Agustín, de la universidad. El presente de las cosas pasadas, que él llama de memoria, sería el papel que tiene la universidad en la preservación de todo el conocimiento producido por la humanidad. El presente de las cosas presentes es la mirada, la visión, y sería la intervención permanente de la universidad en la formación y la extensión. Y concluye San Agustín que el presente de las cosas futuras es la esperanza. Cultivar la esperanza, creo yo, es la misión más importante de la universidad que, por medio de la investigación, mira hacia el futuro, siempre abierta a buscar respuestas a preguntas que todavía no sabemos cuáles serán. Esa es la utopía de la razón y de la libertad, fin último y constitutivo de la universidad.
Discurso leído el 26 de mayo de 2020 en el marco del webinar de conmemoración del 30 aniversario de la Revista ESS
Foto de Greg Rosenke en Unsplash
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