El impacto financiero de la pandemia en la educación superior
No disponemos todavía de datos suficientes para medir el impacto real de la pandemia en la financiación de la educación superior en América Latina. Mientras éstos no llegan, podemos contar con algunos indicios recopilados por nuestro Instituto y con las lecciones aprendidas de crisis anteriores para lanzar algunas hipótesis.
Pero antes de hacerlo no está más recordar que, antes de que llegara la pandemia, la cuestión de la financiación estaba lejos de estar bien resuelta y que los retos que existían no solo siguen estando pendientes sino que se han complejizado. Bastará con citar tres. El primer reto era, y sigue siendo, la propia financiación, no solo desde el punto de vista del volumen, reflejado por ejemplo en la inversión media por estudiante -que no ha crecido en la región- sino también desde su propia arquitectura, en particular en lo que se refiere a la intervención pública en la financiación de las instituciones y de los estudiantes o, si se prefiere, de la oferta y de la demanda.
El segundo reto era, y sigue siendo, el cambio demográfico. A diferencia de otros subsectores educativos, el llamado bono demográfico no parecía augurar nada bueno en educación superior: a pesar de que existe mucho margen de crecimiento porque las tasas de cobertura podrían aumentar sustancialmente, pues la tasa bruta media de la región apenas alcanza el 25%, la reducción potencial de efectivos y, por tanto, de demanda puede tener consecuencias negativas para la financiación de las universidades, sobre todo cuando una parte (o la totalidad) de sus ingresos depende del número de estudiantes que ingresan como sucede en buena parte de las instituciones públicas de educación superior de la región.
Finalmente, el tercer reto era, y sigue siendo, la pertinencia de la oferta y la percepción que de ella tienen los jóvenes. Esto sucedía en un contexto en el que las economías de la región, antes de la pandemia, parecían ofrecer trabajos mucho más atractivos, aunque precarios o no bien remunerados, que la perspectiva de varios años de formación con inciertas perspectivas de futuro. Que la abrumadora mayoría de los jóvenes que accedían a la educación superior optara mayoritariamente por programas que no respondían a las necesidades de los mercados laborales tampoco ayudaba. Así se explicaba, por lo menos en parte, la paradoja de que habiendo crecido el número de graduados de educación secundaria, no aumentara igualmente la demanda de educación superior: sencillamente, un número creciente de jóvenes optaba por no iniciar estudios de educación superior o dejarlos postergados temporalmente -se trata de un fenómeno bien documentado en Estados Unidos pero también más recientemente en Colombia-.
Si de algo podemos estar seguros es que la pandemia no vino a resolver ninguno de estos tres retos y que generó algunos nuevos para la financiación de la educación superior tanto desde la perspectiva de la demanda como de la oferta. Del mismo modo que es difícil realizar afirmaciones válidas para el conjunto de los países de la región, que distan mucho de ser homogéneos en este ámbito, tampoco es fácil referirse a la educación superior o a sus estudiantes sin segmentarlos porque el comportamiento, por ejemplo, de las instituciones públicas en este nuevo contexto no es necesariamente el mismo que el de las privadas, con su enorme variedad. Del mismo modo, lo que se puede predicar de los estudiantes de posgrado en la pospandemia no es necesariamente válido para los de pregrado. Veámoslo con detalle.
Empecemos por los estudiantes. Todo apunta a que durante la pandemia se perdieron efectivos por múltiples razones: desde la desconexión tecnológica hasta la urgencia financiera, sin olvidar las problemáticas socio-emocionales derivadas del aislamiento y de unas propuestas pedagógicas que, con la urgencia, no pretendían otra cosa que garantizar la continuidad. La pregunta es si estas pérdidas se añadirán a las que ya se daban, con la consiguiente reducción de ingresos por aranceles.
El caso de los estudiantes de posgrado probablemente siga por otros derroteros. Todo apunta a que, tras la experiencia de la pandemia, la valoración que hoy se hace de los programas a distancia ha mejorado notablemente tanto del lado de los estudiantes como incluso de las empresas que los contratan. Se trata, en definitiva, de la consolidación de la demanda de formas más flexibles de educación superior de posgrado entre las que se cuentan las puramente virtuales, las híbridas, o las hyflex, probablemente solo al alcance de las escuelas de negocios o de programas de alto valor y precio por las inversiones que se requieren. Para aquellas universidades que tienen programas de posgrado competitivos se trata, sin duda, de buenas noticias, máxime si extienden su oferta internacionalmente.
Finalmente, la movilidad internacional de estudiantes también se está viendo afectada. Es otro ejemplo de cómo, tras el freno que impuso la pandemia, los flujos previos se van recuperando poco a poco, con el añadido de haber ganado la experiencia de la prometedora movilidad virtual.
Vayamos ahora a las instituciones. En primer lugar, hay que preguntarse si la provisión de educación superior va a seguir siendo idéntica a como era antes de la pandemia porque un cambio de modelo puede tener importantes implicaciones de todo orden, incluidas las financieras. En general, parecería claro que los jóvenes estudiantes de pregrado necesitan y quieren volver a un modelo fundamentalmente presencial, mientras que los de posgrado prefieren la flexibilidad.
Por su dependencia de los aranceles, las instituciones privadas recibieron un impacto financiero mayor durante la pandemia. Las más débiles, en términos de calidad y de financiación, tuvieron graves dificultades para generar soluciones de continuidad pedagógica y, cuando lo hicieron, ya habían perdido efectivos y, además, los estudiantes no aceptaban con facilidad seguir pagando el mismo precio por una solución meramente virtual difícil de digerir. Aunque los datos son escasos, en aquellos países donde todavía existe una oferta privada que puede operar sin requisitos externos de calidad de la provisión se clausuraron centros y algunos grupos empresariales aprovecharon la situación para comprar otros a bajo precio, como en el Perú.
El caso de las universidades públicas es bien distinto. Como en la región sus aranceles acostumbran a representar un porcentaje menor de los ingresos (e incluso en algunos países como Argentina y Uruguay, no existen) el golpe acusado fue menor. Más tarde o más temprano, la práctica totalidad de los gobiernos de la región generaron oportunidades de financiación adicional durante la crisis no solo para garantizar la continuidad pedagógica sino también de generar mecanismos de acompañamiento a los estudiantes que, en muchos casos, las universidades públicas ya habían desplegado como, por ejemplo, mejorar la conectividad u ofrecer ayudas financieras directas (como en Chile, Colombia o Perú). En general, puede afirmarse que las universidades públicas se sintieron relativamente acompañadas por sus gobiernos durante la pandemia.
El escenario postpandémico está, pues, lleno de claroscuros. Los gobiernos deben decidir qué prioridad otorgan a la educación superior en un contexto de recesión económica y crisis social, con un fuerte endeudamiento en salud pública y la conciencia de que hay que actuar, por encima de todo, para recuperar la normalidad en el sector escolar, donde los efectos económicos de las pérdidas de aprendizaje han sido sobradamente estimados. Los cambios de orientación política en múltiples países de la región (México, Argentina, Perú, Chile, Colombia y ahora Brasil) generaron expectativas de incremento de la inversión pública en educación superior, en parte para democratizar el acceso y en parte para resolver el grave problema del endeudamiento. Las promesas de creación de nuevas universidades, de progresiva gratuidad universal y de ayudas centradas en los grupos infrarespresentados o vulnerables se han venido topando con un contexto económico poco favorable a la expansión del gasto público que difícilmente va a cambiar, en un continente donde el país que, según la CEPAL, va a experimentar el mayor crecimiento económico será Venezuela.
Es importante que en este contexto las universidades alcen la voz. Deben empezar por recordar a la opinión pública y a los gobiernos que durante la pandemia se volcaron no solo hacia sus estudiantes sino también, a través de sus actividades de investigación y clínicas, a encontrar soluciones a la crisis. Y, en segundo lugar, que la educación superior no es una fuente más de gasto que solo afecta a una minoría de la población juvenil, sino una importante palanca para la recuperación y la transformación económica y la movilidad y la cohesión sociales. Los gobiernos de la región tienen ante sí la oportunidad de ver en la educación superior una inversión de futuro con réditos prácticamente inmediatos. Y por su respuesta real a esta oportunidad, no por sus proclamas, deberán ser juzgados.
Francesc Pedró
Director de UNESCO IESALC
RELATED ITEMS